Gran Hermano te vigila

El 23 abril del año 2000 es una de esas fechas destacadas del calendario de todo aquel que por entonces contaba con cierta conciencia (dejémoslo ahí, cierta).

Calificado como un “experimento sociológico sin precedentes”, fue ese el día en que comenzó en España “la vida en directo. La distopía de George Orwell “cobraba vida”. Arrancaba Gran Hermano.

A las nueve y media pasadas de la noche de aquel primer Sant Jordi del nuevo milenio, así nos lo contaban:

Hay gente que piensa que esta fecha va a marcar un antes y un después en la historia de la televisión en España.

 

La vida de los otros

Corría septiembre del 97 cuando surgió la idea de encerrar a un grupo de desconocidos en una casa, completamente aislados del mundo exterior, con la finalidad de que fuesen filmados por cámaras y grabados por micrófonos las 24 horas del día. Dos años más tarde, la telerrealidad en estado puro vio la luz en Holanda de la mano de Big Brother [i]. Desde entonces, con sus acérrimos defensores y sus muchos detractores, 70 adaptaciones a lo largo y ancho del mundo y sus buenos datos de audiencia lo avalan como sinónimo de éxito asegurado.

Dejando a un lado hipótesis psicológicas en torno a la buena acogida del formato o a la evolución del mismo hacia una “realidad” construida y manipulada con el único objetivo de enganchar a la audiencia en la era de la Neotelevisión [ii], la clave del éxito es, sin lugar a duda, su más que criticada naturaleza voyeurística. Da igual si se trata de famosillos del tres al cuarto o personajes del todo anónimos. Tampoco importa si el encierro tiene lugar en Guadalix de la Sierra, en un bus, una academia de canto o una remota isla de Honduras…la vida privada de los demás engancha.

Queríamos cotidianidad, vernos reflejados en personas reales. Pero, sobre todo, Gran Hermano ponía fin a aquello de mirar por la ventana o rumorear sobre la vida del vecino. Por primera vez, un grupo de personas exponía ante todo un país sus filias, sus fobias, sus sentimientos…sus legañas mañaneras, lo más prohibido de sus noches. La televisión trajo a nuestras casas la intimidad de los otros. Y con el aliciente de que opinar sobre ella a viva voz, no solo estaba permitido sino que era premisa básica, influyendo incluso en su devenir. Tan fácil como hacer una llamada o enviar un sms para expulsar al concursante de turno que “nos caía gordo”. Lo que traducimos en pleno 2014 como “unfollow y aire”. Pero el paralelismo no ha hecho más que empezar.

Un estudiante de la Universidad de Harvard pareció captar a la perfección este interés por lo privado. Mark Zuckerberg, quien en un primer momento creo su red social para conectar a los alumnos de esa misma institución de la que él formaba parte, acabó por abrir (por petición popular) Facebook al mundo entero, convirtiéndose en la red social por antonomasia y satisfaciendo así esa vena voyeur que hasta entonces solo la telerrealidad había alimentado. Y hasta los que en su momento criticaron la intromisión en lo ajeno, “cayeron en la trampa”.

¡Y tanto que cayeron! Una instantánea de nuestro outfit mañanero (bostezo incluido) en Facebook; un cotilleo rápido; un me gusta a las tres blogueras de turno, un par más para tus amigos y sus respectivos selfies; check-in en Foursquare mientras compartimos comida de trabajo, foto del menú también, esta vez en Instagram; Runtastic en nuestra horita de running; Spotify y baño para relajarnos; una foto de la luna en cuarto creciente antes de ir a dormir; fundido a negro.

Hemos dado un paso más, Gran Hermano nos ha atrapado sin pasar por ningún casting, sin ser conscientes de ello y sin maletín tras el fundido a negro. El teatrillo de la red, nuestro Show de Truman particular, voluntario y masivo. Un negocio del que no sabemos ni la mitad.

Hoy en día, 14 ediciones después de aquel primer Gran Hermano, en un minuto en Internet:

  • Se envían 204.166.667 correos electrónicos.
  • Google recibe más de 2.000.000 de consultas.
  • Facebook acumula 1.800.000 nuevos “me gusta”.
  • Los usuarios de Twitter envían casi 300.000 tuits.
  • Los usuarios de Instagram comparten 3.600 nuevas fotos.
  • Se suben 100 horas de vídeo nuevo a Youtube.

Y cada clic una huella, un pedacito de nuestra vida, de nuestros gustos, de nuestra ideología…

 

Oro negro 2.0

Piensa ahora como a pesar de las continuas muestras de “love-my-life”/”enjoying-life”/”all-you-need-is-love” que envuelven las redes sociales, eres capaz de entrever que a “fulanita” la ha dejado el novio o que “menganita” ha encontrado el amor en sus últimas vacaciones en Formentera (de las que, por cierto, te has tragado una media de 150 fotos entre Facebook, Instagram y Pinterest y unos 10 vídeos en Youtube y Vimeo). Es tan fácil como leer entre las líneas de los muchos movimientos de “fulanita” y “menganita” en sus redes sociales. O, mejor dicho, entre canciones ñoñas compartidas desde Facebook y Spotify e imágenes de gatitos acompañados de citas de Paulo Coelho en Instagram y Flickr. Pues bien, imagina ahora lo que dos gigantes tecnológicos como Facebook y Google son capaces de hacer con todas esas huellas que dejas. No solo con las de tus 150 fotos y 10 vídeos de Formentera, no, sino con las que dejas “sin querer”…o “sin saber”. Para que te hagas una idea: Manuel Chao, responsable del departamento de SEM de la agencia de marketing online Hello, afirma que “con toda la información que le damos a Facebook un buen analista sería capaz de extraer perfectamente perfiles psicológicos a un nivel de profundidad como nunca se ha hecho antes”. (Fuente: ABC)

Llegados a este punto, te presento al petróleo del siglo XXI: el Big Data. Big data es información, proceso y almacenamiento. Un almacenamiento de volúmenes ingentes sobre todo (absolutamente todo) lo que buscamos, comentamos, compartimos y compramos en la esfera digital. Pero también son los sistemas y herramientas que hacen posible extraer información de valor de todos esos datos. ¿Qué tipo de valor? Muy sencillo, cada uno de tus clics, de las cosas que compartes/buscas/comentas/compras/etc. dicen algo sobre ti, sobre tus gustos, sobre una elección puntual a una hora concreta que, analizados día tras día, permiten definir unos patrones de comportamiento, un perfil. Y he ahí el negocio de los datos: procesarlos y entenderlos…conocernos y controlarnos.

Existen en la actualidad nueve importantes empresas estadounidenses  dedicadas a ello. Son los data brokers: Acxiom, CoreLogic, Datalogix, eBureau, ID Analytics, Intelius, PeekYou, Rapleaf y Recorded Future. Estas empresas analizan y venden enormes cantidades de información del consumidor a partir de sus huellas digitales. Seguramente es la primera vez que escuchas sus nombres, pero ellos lo saben todo de ti. Todo lo que les dejas saber.

Las aplicaciones del big data y del trabajo de estas y otras compañías abarcan todo tipo de actividades económicas y sociales. Desde técnicas de marketing que nos permitan adelantarnos al cliente y sus necesidades hasta mejoras a nivel sanitario, siendo capaces de predecir de un modo mucho más ágil que las autoridades sanitarias la expansión de un virus.

Otras aplicaciones más obvias están en la función de autocompletar de Google, en su traductor, en el corrector de Whatsapp…en todos los algoritmos que, sin ser conscientes, invaden nuestro día a día. Mucho más desde la llegada del Internet de las cosas. Desde el robot aspiradora que pulula por casa hasta la próxima canción del verano. Algoritmos, algoritmos, algoritmos.

 

Ratas de laboratorio digitales

Acerca de este control total sobre lo que vemos y lo que se supone que queremos ver en base al rastreo de nuestro cuaderno de bitácora digital, se pronunciaba Eduardo Ustaran, abogado experto en protección de datos, en la segunda jornada del BDigital Global Congress, organizado por el centro tecnológico Barcelona Digital el pasado mes de mayo:

 El Big Data representa el progreso y la prosperidad, pero cada vez se toman más decisiones sobre  nuestras vidas sin que nosotros tengamos ningún control·

Para muestra, un botón. En el mes de marzo de este mismo año, la revista “Proceedings of the National Academy of Sciences” publicaba un estudio psicológico realizado por Facebook en colaboración con dos universidades norteamericanas (Cornwell y San Francisco). Casi 700.000 cuentas manipuladas, exponiendo a una parte a noticias positivas y a otra a noticias negativas. ¿El objetivo? Analizar cómo se contagian las emociones. ¿Consentimiento? ¿¡Eso qué es!? Facebook está en pleno derecho de realizar este tipo de experimentos desde el momento en que nos creamos una cuenta y aceptamos las condiciones de uso (bueno es saberlo a estas alturas). ¿El resultado? Más de 1.300 millones de personas expuestas a convertirse en auténticas cobayas. Casi 700.000 que ya lo han sido. Pero sin bajas masivas tras ello. Ni se esperan. A mi entender, esto sí que es “un experimento sociológico sin precedentes”.

Quizá el Gran Hermano de Orwell, llámese Mark Zuckerberg, Larry Page o una desconocida empresa de data brokers, viva realmente en aquel mundo del que hablaba Aldous Huxley, tan feliz como irreal, donde la tecnología había adquirido el rango de divinidad. Una divinidad capaz de controlar nuestras emociones en base a un algoritmo (¡sin siquiera recurrir al soma!) Una divinidad que determine qué queremos ver, escuchar e incluso comprar. Una que termine la frase por nosotros.

Así que la próxima vez que se pregunte por qué Facebook se deja 715 millones de dólares en la compra de Instagram o la friolera de 19.000 en un negocio como Whatsapp donde la rentabilidad es de menos de un dólar por usuario; cuando no entienda por qué Google no decae en su afán de hacerse con una red social propia…recuerde que cada uno de sus clics es oro…y que Gran Hermano los vigila.  



[i] Si bien John De Mol, en una entrevista a la revista semanal brasileña «Época», reconoció que el programa fue pensado a partir de la experiencia del proyecto científico Biosfera 2 desarrollado en Arizona (EE.UU.) en 1991, el programa de la cadena norteamericana MTV, The Real World, es el claro precursor de Gran Hermano al tratarse de un docu-soap (mezcla de ficción y realidad) que mostró la vida de siete jóvenes durante seis meses en un hogar donde eran filmados casi 24 horas al día.

[ii] Eco, Umberto. (1983). TV: la transparencia perdida. Barcelona: Lumen.

 

 

Míriam Rey  

Departamento de Comunicación

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